Era mayo. Los rayos del sol se filtraban entre los árboles acariciando nuestros cuerpos. El sol de media día coloreaba la vera del río y reflejando la luz sobre sus aguas. Después de casi años nos habíamos reencontrado a solas.
Tendidos al sol sobre la verde pradera hablábamos de lo ocurrido en el curso, que había vuelto con su novia, que yo con el mío, que qué bien nos iban las cosas, que la universidad se acababa, que qué difícil se hacía la vuelta a casa de los padres,....
Poco a poco la conversación fue subiendo de tono, y para que nadie nos escuchara, nosotros nos fuimos acercando.
Al final me atreví. Le confesé la atracción que sentía por él desde la primera vez que le vi, allá en las novatadas de su primer año. Para mi sorpresa me confesó que la atracción era mutua. Era tan fuerte su obsesión conmigo que su pareja le había condicionado a escoger entre ella y yo, y como él se pensaba que yo era inalcanzable, se decidió por ella. Y esa era la razón, el motivo por el cual me había dejado de hablar.
Habían pasado casi 3 años, y me dolía la razón. Le comprendí. La química entre nosotros siempre había sido muy fuerte, incluso llevando tiempo sin hablarnos, el simple hecho de estar un poco borrachos significaba una llamada, una cita y una juerga, pero nunca pasó nada, solo el deseo, solo la atracción.
Deseé sus labios, deseé sus manos sobre mi cuerpo y el deseo hizo el resto. No recuerdo de que hablábamos, solo su rostro, anguloso y marcado, sus ojos tras las gafitas, con ese aire intelectual, ese cuerpo marcado por una cirugía a vida o muerte. Solo sus labios, que me provocaban. Mi cuerpo empezó a reaccionar a lo que se fraguaba en mi mente, mis ojos lascivos le miraban. Ligeros espasmos recorrían mi cuerpo. Mi excitación se reflejaba en mi cuerpo, los pezones erectos bajo el fino bikini rojo, las braguitas húmedas, marcándose el sexo.
Me atreví. Le pedí que me aplicara crema en la espalda. Aceptó. Sentía sus manos sobre mi piel, ardiendo en cada caricia, le deseé. Le deseé con todo mi cuerpo, con todo mi corazón. Pero la fortuna no era mi aliada. No recuerdo lo que interrumpió el momento, solo que se acabó, el se fue y jamás lo volvería a ver.
Entre en mi casa, saludé de mala manera a mi compañera de piso y me encerré en el baño. Ardía de deseo, deseo por un hombre que no era mío y que jamás lo sería. Acariciaba mi cuerpo por donde sus manos habían estado y por donde yo deseaba que hubieran estado. Cerré los ojos y me imagine que mis manos eran sus manos, que el agua de la ducha que recorría mi cuerpo eran sus besos. Me acaricié suavemente el pubis, deleitándome con ello. Me agarre un pecho, con la fuerza que me hubiera gustado que él lo hiciera. Me pellizqué un pezón.
Volví a concentrarme en mi sexo, acaricié mi clítoris, mis labios y me metí un dedo, poquito a poco, suavemente. Baje la mano que tenía en el pecho y empecé a acariciar mi clítoris, moviéndome en círculos, a la par que metía y sacaba el dedo de dentro de mi, y me imaginaba: no era yo, era él el que lo hacía.
Con su rostro en mi mente imaginé que me besaba, abrí la boca y deje que el agua de la ducha me inundará. Le deseé con más fuerza. Deseé que estuviera allí, que me agarrara, me volteara y me penetrara con fuerza. Mi excitación crecía con mi imaginación, calambres empezaban a recorre mi cuerpo. Mi dedo entraba y salía con fuerza, a la para que la otra mano acariciaba mi clítoris. Se me agitó la respiración, se me entrecortó la voz y ahogué un grito.
El correr de la ducha me volvió a la vida. Algún día, mas pronto que tarde, me cobraré el beso que me debes.