Hace no mucho, cenando con una pareja amiga en una cena a tres (de estas tan habituales cuando hay que consolar a un divorciado amigo de la pareja) me quedé estupefacto. Llevo ya algunos meses vividos tras mi divorcio y ha habido desde entonces bastantes experiencias interesantes. Pero ninguna (por ahora) tan curiosa e intrigante como la que me contó en esta cena la chica de esta pareja amiga.
Permítanme que les diga que lo que les voy a contar es una historia totalmente real. He omitido nombres y datos concretos por razones lógicas de confidencialidad, pero lo demás es como lo cuento.
A propósito voy a evitar hacer juicios de valor. Ya lo entenderán cuando lleguen al final. Me limitaré a describir lo que me han contado de la manera más fiel y objetiva posible.
Viven en un barrio acomodado de una gran cuidad. No diría que es una pareja de clase alta pero, digamos, no les falta de nada.
Ella es un encanto. Superando por poco los 40, no trabaja y es una mujer muy guapa. No es muy alta pero sus curvas están muy bien distribuidas. Es de esas mujeres en las que uno se fija sin dudarlo.
El, aunque no es tan importante en la historia, es un tipo en la franja de los 40, bajito como ella, muy bien conservado (deporte y vida sana, ya saben) y que además es un disfrutón de la vida.
Todo empieza un día que ella baja a la calle y entra en el Seven Eleven a comprar un helado. El dependiente la mira con ojos de deseo y cruzan miradas. Ella no desvía la vista y el tampoco. El tío no es precisamente un galán. Por como lo describe ella, diría yo que más bien normalito. Bajito, con varios kilitos de más, latinoamericano y no especialmente guapo.
Tras ese cruce de miradas ella pagó y se fue sin mediar palabra alguna entre ambos.
Un tiempo más tarde (no sabría decir si fueron días o semanas) ella volvió a la tienda y se lo volvió a encontrar. Esta vez el chico, tras comprobar que ella volvía a sostenerle la mirada, se animó a soltarle una frasecilla y probar suerte en el siguiente paso. Qué suerte tiene tu marido, que guapa eres!. Comienzan a hablar, el separado, ella no, cuatro palabras, pagar el helado y a casa.
A la semana siguiente la chica vuelve a bajar. Nunca había sido así hasta entonces, pero al parecer de pronto en su casa se empieza a comer pan fresco. Hoy el chico va un poco más allá y se anima a dar su próximo pasito: esta noche soñé que hacía el amor contigo. Otra vez 4 palabras, pagar el pan y a casa.
Tiempo más tarde se convierte en rutina la visita periódica a la tienda. Ahora es el pan, luego el helado después de cenar (aunque nunca había tomado helado después de cenar) y algunas otras excusas de menor importancia. Entretanto el chico le da su teléfono a la chica y ella, prudente, lo guarda vaya uno a saber donde.
Algún tiempo más tarde (siento ser tan impreciso en los tiempos pero la verdad es que no cabía en mi asombro con la historia como para estar pendiente del tiempo) ella lo llama. No se atreve a dejarlo sonar y cuelga sin que el reciba siquiera la llamada.
Así transcurrieron más o menos cuatro meses. Dos hasta que el chico le dio su teléfono y otros dos hasta que ella decidió contárselo a su marido.
La historia está inconclusa por ahora (prometo contar el resto cuando me entere si es que me entero). Estamos ahora en el cuarto mes. El chico sigue ahí y ellos también. Lo que me llama tanto la atención no es la historia en sí, que seguro que a más de uno/a le sonará, sino que ahora es una historia de 3. El chico del Seven Eleven, ella y su marido.
En este punto de la historia no me interesa tanto el hecho de que ella se lo haya contado a su marido y luego a mi. Ni siquiera el motivo por el cual lo ha hecho, sino más bien el diagnóstico de la situación.
Yo tengo mis propias ideas, pero por el momento voy a evitar compartirlas. Me interesa mucho vuestra opinión y es mejor si no está sesgada por la mía propia
¿Qué creéis que está pasando aquí?
