Cuento de amor
"El imperio de nuestros sentidos"
Jose y yo hacíamos el amor porque hacer el amor no se elige. Si llevábamos meses haciéndolo con los ojos, qué importaba que, desde hacía tres semanas, nos estuviéramos viendo de tapadillo y madrugada en el piso de soltera de Lola, mi hermana, a la que luego yo pagaba el alquiler esporádico a base de cervezas y entradas de conciertos. Lola se beneficiaba y, en el fondo, creo que hasta le gustaba dejarme las llaves, porque nunca tragó a Adrián.
- Viaja como si fuera una condena, si no te los está poniendo allí en Córdoba ya me dirás tú qué ... se le ha perdido entre mezquitas.
Adrián, mi novio de toda la vida y ahora marido por prescripción paterna, tenía o decía que tenía negocios en la Andalucía Occidental que le llevaban todo el mes y parte del siguiente. Los días que no viajaba, procuraba salir de la promotora pronto y dedicaba todos sus esfuerzos a buscar el hijo. Se obsesionaba tanto con la perpetuación de la estirpe que, en la cama, se olvidaba de que lo que tenía delante era una mujer, y no una mera incubadora. Dados los méritos, llevábamos dos años casados y, entre viajes y esfuerzos, nunca habíamos consumado el matrimonio. La Rota me hubiese dado la nulidad en bandeja de plata, pero mi padre me habría desheredado a continuación y sin pestañear.
Pero Adrián volvía a estar en Córdoba, y Jose y yo empezamos a hacer el amor. No sé si lo hacía porque le daba morbo o algo parecido beneficiarse a la misma mujer que compraba el pescado todos los días en el negocio de la suya, y sin faltarle la sonrisa.
- Buenos días, María, ¿cómo tienes hoy el estornino? Mira que me lo estás trayendo con unas raspas que el otro día por poco me voy a urgencias.
- No te apures, reina, que me lo acaban de traer fresco y directo del mar aquí y, si te sale una sola raspa más grande de la cuenta, vienes y me lo dices y es que ni te lo cobro, fíjate lo que te estoy diciendo.
Jose me contó que ese matrimonio estaba roto mucho antes de que empezara a enamorarme de él. Por eso, y porque mis esponsales también eran de mentira, mi educación católica no me puso ninguna pega cuando comenzamos a mirarnos distinto, cuando nos dio por tomar copas por ahí cada vez que Adrián se iba, cuando lo escuché, por teléfono, inventando la primera excusa para María. Entonces llegó Lola y llegaron las llaves. Lo demás era inefable.
Jose me hacía el amor de una manera que Adrián no sabrá nunca. Me abrazaba, calado de su propio sudor, como si en ello le fuera la vida, como si estuviéramos rodando una secuela de Instinto Básico. Me daba de besos hasta el alma, me tocaba como ningún hombre había sabido tocarme, me maceraba los pezones hasta que se volvían locos. Tenía toda la piel al servicio de sus jadeos, aprendí allí, en la cama de Lola, cuáles eran los puntos de mi cuerpo que se erizaban con un roce y cuales exigían su lengua. Lo amaba sobre un colchón plagado de descuido, salpicado por la luz de madrugada que entraba a trozos por el balcón, y con el mismo CD de siempre dando vueltas en el aparato de música. Lo amé con Julieta Venegas y Sabina, con Ismael Serrano y Bebe. Lo amaba como aman las que no tienen nada que perder al día siguiente, quizás porque sabía que el día siguiente podía llegar o no.
Pero de nuevo, otra vez, me enfrentaba al momento de la penetración. Con Jose creí haber logrado el clímax o como se diga, el momento de apogeo en el que una mujer se abre de piernas y se muere de gusto mientras el hombre entra en ella. Me preparé sobre el tálamo nupcial en que se había convertido la cama de Lola y espere. El sexo de Jose, erguido, enorme, moreno, estaba sobre mí y no me daba miedo. No era como el de mi marido. No era débil, no era blanco, no era yermo. Jose me brindaba, con su pene, la amenaza del hijo más valiosa y urgente que un hombre me había puesto delante en la vida. Me rendí, nerviosa al pensar que estaba a punto de recibir a Daniel, a Lorena, al primogénito a quien luego Adrián daría sus apellidos y trataría de educar para banquero importante. Siempre Adrián...
Le pedí a Jose que no usáramos condón y se paró en seco. Aunque no me gustaba recordarlo, él ya tenía en su casa tres bocas que alimentar, cuatro con la de la pescadera, con un sueldo de albañil que difería bastante del de Adrián. Lo besé en la boca, palpé mi vientre blando y volví a tumbarme para recibir al hijo. Jose nunca voy a preguntarme por qué fue incapaz de eyacular.
Mientras fumaba el enésimo cigarro, hecha un ocho de carne sobre la cama de Lola, Jose me acariciaba la curva de la cintura, la celulitis incipiente de los muslos, las rodillas, el sexo. Adrián nunca me acarició después de hacer el amor. Ni siquiera nunca llegó a hacerme el amor.
- ¿Qué somos? pregunté de pronto, cuestión sin fuste, ... interrogación que a las mujeres se nos pasa por la cabeza en momentos de silencio. No recuerdo exactamente qué es lo que estaba deseando oír.
- Supongo que somos amantes contestó Jose. Aunque no lo sé, seguramente aprovechó para otear el reloj y pensar si su esposa le seguiría aguardando, a esas horas intempestivas.
Me daba besos y nunca un sermón. Una vez, cuando me percaté de que sudaba demasiado, le pedí, en broma, que no se le ocurriera morirse. Ambos habíamos leído en los periódicos historias raras de hombres que sufren infartos mientras se aparean, y generalmente nunca en presencia de su mujer. Entonces Jose me contó una historia sobre una película japonesa.
- Se llama El imperio de los sentidos empezó a relatar ¿La has visto? negué con la cabeza apoyada en su pecho Pues bien, trata de dos amantes... él está casado sonreímos y se enamora de una mujer mucho más joven que él. Se convierten en amantes. Viven el sexo al límite, juegos eróticos... hasta que él le pide que quiere sentir el placer en su estado máximo.
- ¿Qué lo mate? intuí, volviendo a la cuestión que había llevado a Jose a referirse a la cinta.
- Parece ser que, si te estrangulan mientras haces el amor, sientes un éxtasis tan grande que no es comparable a nada de este mundo.
- Bueno, pero tú no te mueras.
Nos revolcamos mientras le acariciaba el pelo, una cabellera negra muy distinta al castaño engominado de Adrián. Opté por cortar de golpe la conversación porque la historia de El imperio de los sentidos me estaba dando miedo. Intenté no hacer más comentarios al respecto y volví a pensar en mi hijo. Pero el padre seguía sin culminar...
Cada vez que Jose y yo nos buscábamos, cada vez que volvía a pedirle que me amara con su piel, sin añadidos de látex, la cama de Lola era escenario de la misma maldición que yo soportaba cada una de las noches que retozaba con Adrián. No había estallido, no había culminación, no había hijo. Jose intentaba justificarse y decía que el problema era suyo. Supe que no la vez que Adrián, en uno de sus retornos de 24 horas, logró correrse debajo de mí, a fuerza de pajas con su propia mano. Y mientras mi marido jaleaba e intentaba buscar mi sexo para introducir ese semen ya infructuoso, que se había muerto al contacto con el aire acondicionado, descubrí que Jose nunca había explotado de placer conmigo. Pensar que la pescadera, con su agujero más que ancho de haber parido tres veces, podría estar dándole lo que yo no le lograba dar, me hizo sentir, por primera vez en mis treinta años, unos celos rabiosos y delirantes. Los mismos celos con los que empujé con fuerza a Adrián de mi cuerpo y con los que me limpié entre las piernas la sustancia pegajosa e inútil que mi marido había derramado.
La noche que Lola se fue a Granada con un ligue por tres días no le pedí permiso para usar las llaves. Compré una botella de champaña en el supermercado y un conjunto de lencería azul y mínima en El Corte Inglés. Aguardé a Jose espatarrada en el sofá de mi hermana, con el que, por raro que pareciera, nunca me había tomado tantas confianzas, ni para ver la tele. Mandé un mensaje al móvil a Adrián y le puse que no le quería. Luego, apagué mi celular.
Esa tarde, mientras me aburría en mi faceta de ama de casa de clase media y sin nada que hacer, había encendido el ordenador de Adrián y puesto en el buscador de internet El imperio de los sentidos. Me salieron 952 páginas dedicadas a la película, que entonces me enteré era de un tal Nagisa Oshima. Críticos y aficionados se deshacían en alabanzas a un cuento que, según leí, conduce el acoplamiento de la pareja a un nivel absoluto y pocas veces franqueable, lleva al erotismo a su última dimensión, que es la muerte. El deleite alcanza su mayor plenitud en la agonía y la pareja de El imperio de los sentidos conoce esa experiencia límite a la que pocos se atreven a llegar, seguía una de las críticas. Me dio un escalofrío y cerré el ordenador. ¿Por qué a Jose le tenían que gustar esas películas, con lo bonita que resultaba una de Jim Carrey?
Volví a pensar en la cinta japonesa, cuando sonó el timbre. Mi amante llegó pasada la medianoche, seguramente después de acostar a los niños, aunque no pregunté. Saqué el champán.
- Estás loca, ¿para qué has comprado nada?
- Porque me da la gana.
Bebimos media botella y empezamos a tocarnos en el sofá. Sabía que lo quería más a que a mí, incluso lo estaba empezando a querer hasta el punto de dar carpetazo a mi familia y largarme con él, provocando un escándalo digno de los mejores corrillos de sociedad que frecuentaban mis padres. Pero quedaba la segunda parte de la locura...
- Yo no me voy a ir de mi casa me había dejado claro ya, no una vez ni dos, siempre tomando café en un lugar público y a la luz del día, para evitar que le montase una escenita.
- Yo no te he pedido eso.
Mi respuesta, bien mirada, era verdad. Jamás le habría exigido que se liara la manta a la cabeza y se viniese conmigo. Más que nada, para no oír un no. Prefería la ignorancia, que no era tal, y que ya empezaba a escocer.
Esa noche ninguno queríamos reproches. Que me estuviera enamorando era sólo problema mío, y de ninguna manera lo iba a compartir. Ajusté el disco de Revólver en el aparato de música y le pedí que me llevara en brazos hasta la cama. Otra circunstancia que nunca había vivido con un hombre. Empecé a decidir que, pasara lo que pasara al día siguiente, cuando Adrián volviera de viaje se encontraría los papeles de la separación en su despacho. Yo podría mudarme al piso de Lola; al fin y al cabo, tal vez hasta le tenía más cariño que ella.
En la cama, me convertí en una cortesana desde el momento en que dejé de pensar en el hijo. Bien mirado, si Daniel naciera únicamente entorpecería las cosas. Además, tendría que racionar el amor que le daba a Jose para dedicarlo a un bebé que seguramente no lo valoraría. Mejor ser amante que ser madre, mejor rodearle con la piel y saber que la finalidad de lo que hacíamos no era otra más que hacerlo. Sin estirpe, sin herencias, sin expectativas.
- No te mereces esa falta de fe en el futuro dijo Jose, y amortigüé sus palabras con un beso. Le recorrí con el cuerpo, con volteretas, jugando con su pene y embutiéndomelo en la boca, haciendo dibujos con la saliva y el sudor, dejando que sus dedos fueran dibujando un surco entre mi clítoris y mis arrebatos.
Mi amante apenas me conocía. Sorprendido por el apasionamiento, insistió en que no estaba para muchos trotes, que andaba cansado y que al día siguiente tenía que madrugar. Yo había resuelto que no habría día siguiente, que no saldríamos de esa cama, porque, aunque lo tuviera que atar, Jose ya era demasiado mío como para que nadie osara a mirarlo. Orgullosa de empezar a volverme loca, cabalgué sobre él y dejé luego que metiera su cabeza entre mis piernas, que explorara el terreno con la lengua y las yemas de los dedos, para acabar provocándome el orgasmo más absoluto del universo, un gemido que nada tenía de pecado, un disparate frenético, una escena que ya la hubiera querido Nagisa Oshima para su obra maestra.
Mientras Daniel se desvanecía entre las sábanas de su tía Lola, agarré el pene de Jose dispuesta a aceptar el reto. Le di de besos a su glande al tiempo que lo notaba hacerse fuerte en mi garganta. Como el que tiene un trofeo entre las manos, lo acerqué mi sexo, todavía húmedo, y comencé a sentir a mi amante dentro de mí. Sudábamos tanto que llegamos a plantearnos en voz alta el comprarle un juego de cama nuevo a mi hermana. Reíamos mientras hacíamos el amor. Y Carlos Goñi cantaba eso de cuando sople el huracán y te arrastre hasta gritar... no te asustes, porque estoy detrás de ti...
- Quiero dártelo todo sentencié, aunque no llegué a verbalizarlo. Jose estaba a punto de eyacular debajo de mí. Apoyé las manos en las esquinas de su cuello y se lo dije con los ojos. Una vez, antes de ser mi amante, Jose me había dicho que mi mirada hería. El rimel que me quedaba empezó a hacer aguas.
Él estaba tan excitado que me temí que se fuera a correr antes de poder tomar la decisión juntos. Yo pensaba en ese umbral del deseo que solamente cruzan los valientes, para luego nunca contarlo entre los amigos. Comencé a masajear con los dedos la nuez de mi amante, que se había convertido en mi amado. Cuando le volví a besar, la boca se me llenó de sudor.
- Sigue dijo al fin, sujetando una de mis manos Sigue, atrévete...
- ¿Tú nunca te has atrevido? preguntar eso era como preguntar a los ahogados si el agua la sintieron fría o caliente. No soy del todo tonta y me di cuenta. Abracé a Jose Ay, mi vida...
Mi amante y amado me estaba dando la oportunidad de poseerlo para siempre, como en las películas, en el sentido literal de la expresión. No lo pensé más y le apreté el cuello, con las pocas fuerzas que me quedaban después del orgasmo. Él no se defendió. Veía a Jose convulsionarse debajo de mí, mientras su miembro seguía diamantino y caliente, entrando hasta el fondo, haciéndome el daño que sienten las vírgenes, arrancándome el himen al que Adrián nunca fue capaz de llegar. Jadeé un baladro eufórico y seguí estrechando las manos, me incliné a besarle para prohibirle el aire que aún respiraba. Su sexo se hinchó hasta un punto que no creí que fuera capaz de abultarse ningún pene en el mundo, y en un espasmo percibí que reventaba. Fui sintiendo cómo un jugo suave y seguramente dulce penetraba hasta mis entrañas, recorría todos y cada uno de mis entresijos y me bautizaba como mujer. El placer fue de tal calibre que, mareada, tuve que soltar a mi amante y doblarme hacia atrás, para no perder del todo el sentido.
Cuando me incorporé, habían pasado décimas de segundo o tal vez días. Jose estaba tendido en la cama, con los ojos entornados, y su sexo, ahora deshilachado, le caía como un adorno mal puesto entre las piernas. Gateé hasta él y con la lengua limpié los restos de esperma que le quedaban en el bálano. Semen, de simiente. La que me había regalado por fin, a cambio de un imperio que no era de este mundo. Avancé hasta la cabecera de la cama y me pareció que mi amante todavía sudaba. Le acaricié las mejillas. Era tan insolentemente mío que me abracé a su cuerpo muerto, a mi obra de arte, y deliberé que dormiríamos juntos unas horas antes de dar parte a la Policía.
La investigación la cerró un juez que no había visto nunca pelis japonesas: ataque al corazón. La pescadera no mostró interés en enterarse de la verdad, sólo se preocupó de agarrar su paga, alquilar su tienda y mudarse con los tres niños a un sitio que ignoro, seguramente lo bastante lejos del barrio. Adrián, como se quedó hace muchos años sin dignidad, y como él y yo sabemos que no es capaz de contentar a una mujer, acató la separación sin reproches, e incluso se encargó de comunicar a sus suegros que la culpa era sólo suya. Luego se instaló definitivamente en Córdoba. He oído que tiene novia y que espera que los papeles del divorcio lleguen pronto para poder casarse con ella.
Como Lola nunca superó que en su cama hubiese muerto un hombre, ahora el piso es mío. En la casa vivimos Jose y yo sin lujos ni ostentaciones. He encontrado trabajo en un hipermercado por las tardes y alguna mañana me pagan por fregar las escaleras de edificios cercanos. Aunque llego reventada a casa, no hay noche que no hagamos el amor. Él guía mi mano y la sumerge en los rincones de mi sexo, palpa el clítoris y manosea mis labios como sólo mi amante y amado sabe hacer. Aunque de aquí a unas semanas le he planteado que vamos a bajar el ritmo. Daniel ya tiene cinco meses y medio y, aunque lo llevo en la barriga, está empezando a dar pataditas y exige que le preste un poco más de atención y que dedique más horas al sueño, en lugar de consagrar todas las madrugadas al espectacular imperio de los sentidos que hemos fundado su padre y yo.
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=d
Muy lindo tu relato =D
saludos
=d
Muy lindo tu relato =D
saludos
Thanks
... aunque debería tener más complicaciones aún para que el final tuviera más sentido...