Les cuento una anécdota relatada como historia, díganme si les gustó.
Juliana ¿cómo te fue?
Mi amiga Cristina se presentaba siempre en el gimnasio demasiado arreglada, hacía falta tener mucha autoestima para llevar esos tops tan justos, siempre la notaba excesiva.
Bastantes siluetas se ven por aquí con los pantalones de lycra, esos chicles que resaltan traseros, acentúan las curvas - para bien y para mal - y ocultan imperfecciones y malas depilaciones.
Los chicos no se escapan, las malas depilaciones y los pantalones ajustados no le quedan bien a todo el mundo. Hay que saber lo que se tiene, por éso me cuido de llamar demasiado la atención. Me miran, pero no me gusta que me coman con la mirada.
Pero hoy, hoy me siento diferente. Esta mañana ya noté mi fuerza y me preparé casi sin pensar la ropa que me traería hoy al gimnasio. Si lo hubiera reflexionado no habría tenido valor para traerme esta faldita plisada de tenista que compré en otro alarde de autoestima de esos que a veces te hacen sentir bien sexy y con fuerza para llevármelos a todos por delante. Lo cierto es que me hacía sentir bien, levantaba la cabeza y con ella se turgían y afirmaban mis pechos, notaba cómo se erguían potentes, curvaban mi lumbar y marcaban mi culo, bien por mí.
Esa mañana terminé mis ejercicios y me sentía pletórica, guapa y sexy. Era yo quien miraba a esos chicos musculados y a esos definidos y masculinos.
Los vestuarios tenían un punto común por el que de pasada a veces me llevaba algún regalo de vista para mis momentos privados. Cuando no había gente detenía el paso y miraba cómo al salir de las duchas, algunos hombres sin toalla encima, el agua moldeaba los músculos hinchados y podía ver con más detalle las partes de aquellos en los que me había fijado en las clases.
Esta vez apenas pasaba gente y descubrí un chico nuevo. Un hombre.
Sus muslos musculados me llamaron la atención, marcaban una curva amplia y ensanchaban esas piernotas que llevaban directamente a un culito pequeño, bien formado y redondo.
El agua brillaba en su espalda y esos hombros anchos movían unos brazos definidos, unos músculos marcados y finos.
Su pecho sin pelo se recortaba suave hacia el abdomen, no demasiado marcado.
Sin darme cuenta llevaba un rato parada mirando y mi fuerza interior me llevó donde quiso. Sin vergüenza, decidí no frenarla esta vez y avancé hacia él. Me vio llegar y, dándose la vuelta, fui directamente a tomar su sexo con mi mano. Aún tras la ducha estaba hinchado y caliente. Era grande, mi mano aún dejaba parte sin cubrir a uno y otro lado. No había visto nada tan grande, al menos no en persona.
Reaccionó tranquilo, mirándome con esos ojos negros como si se lo esperara.
Mantuve la mirada unos segundos mientras mi mano se movía lenta pero firme. Esos segundos se alargaron mientras iba notando cómo su pene agradecía mis caricias.
Sus ojos sonrieron y comencé a acariciar su pecho con la otra mano. Aún estaba húmedo, así que mi mano resbalaba suavemente y recorría cada pliegue de su torso mientras mi mano derecha notaba cómo poco a poco, la sangre llegaba al miembro que iba ganando rigidez.
Estaba nerviosa, no sólo por lo violento de la situación, estábamos en medio de una de las salas del vestuario, cualquiera podía pasar por allí en cualquier momento y descubrirnos en una situación difícil de explicar. Todas mis vecinas se enterarían, mi familia, sería un completo escándalo!
Quería dejarlo y salir de allí cuanto antes, pero al mismo tiempo no podía dejar de recorrer ese enorme falo, ya bien duro, y esos deliciosos pectorales.
De pronto, su mirada cambió y se inclinó sobre mis labios. Un largo y suave beso acompañado un buena apretada de mi trasero. Pude sentir unas manos grandes apretando mi culo, suave pero firmemente.
El beso terminó de vencerme, bajo mi faldita de tenista la humedad era más que patente. Estaba realmente excitada y disfruté frotando y moviendo ese enorme pene. Era gustoso, caliente y suave pero a la vez firme y duro.
El miedo a que nos descubrieran aumentaba mi nerviosismo y la excitación. Él ya había empezado a apretar mis pechos bajo mi camiseta, mi sangre hervía, mi respiración se agitaba, mi cuello pedía su boca y mi mano no cesaba de apretar y moverse.
Podía sentir cómo sus dedos apartaban mis braguitas buscando mi sexo. Esos dedos enormes alcanzaron mi clítoris y entraron arrasando, empapados en mi flujo, haciéndome soltar alaridos acallados por mi vergüenza.
Sus propios movimientos acompañaban los míos y pronto sincronizamos los meneos. Notaba que estaba a punto de irse cuando sus dedos hacían magia dentro de mí. Me controlaba como a una niña, su ritmo me llevaría al orgasmo en segundos pero también noté que debía frenarle y eso hice, bajé el ritmo, lo tenía en mis manos. Un tipo tan grande bajo mi control me pedía entre susurros que no parara mientras sus enormes manos conseguían que llegara una y otra vez al placer máximo.
Comencé de nuevo a subir su ritmo y pude predecir el momento en que ese enorme pene alcanzaría el éxtasis. Todo su cuerpo temblaba bajo mi ritmo, nuestros sudores se mezclaban con el agua de la ducha y nuestros propios besos. Sus caderas seguían mis impulsos, sus manos me enloquecían hasta que pronto, su pene caliente, húmedo y duro, le hizo soltar un alarido silencioso mientras se erguía y yo notaba sobre mi vientre y mis muslos las salpicaduras calientes de su éxtasis.
Los movimientos cesaron. Mi faldita de tenista cayó, sus manos se retiraron despacio y sus hombros hacia abajo como si su peso se hubiera multiplicado. Su corazón agitado y su respiración violenta.
Mis manos, temblorosas, soltaron su sexo y se fueron retirando suavemente. Mi cuerpo hizo lo mismo mientras nuestras miradas se mantenían. Su cara extrañada de sorpresa, agotada y satisfecha pudo contemplar cómo me retiraba hacia atrás hasta que pude dar la vuelta sobre mis pies y dirigirme al vestuario de chicas.
Lo había hecho. Cristina iba a odiarme.