Sí, a mi novia.
Mi novia y yo habíamos disfrutado durante mucho tiempo de nuestro sexo sin apenas inhibiciones, pero la rutina del trabajo se hacía insufrible y había afectado anuestra relación. Decidimos darle una vuelta completa a nuestra manera de pensar en relación al sexo. Ella siempre ha sido mandona, siempre se ha sentido incómoda en las posturas en las que era dominada por mí, y más de una vez me ha dado una bofetada mientras hacíamos el amor. Cuando le propuse un cambio, ella me contestó sin ambajes que quería probar situaciones en las que yo me plegara totalmente, y sin oposición, a sus deseos, siempre y cuando eso me reportara placer también a mí. Me pareció bien aunque me dio algo de miedo,
no un miedo físico sino el que surge del cambio de gustos en una pareja y que uno no acierta a saber como terminará. Pero me arriesgué. Todo fue muy bien al principio, todo era fantasía, jugábamos y ella se convertía en mi ama, de manera suave y tierna, pero inflexible. Me azotaba, me dejaba a medias
cuando le parecía, me fui acostumbrándome a plegarme a su deseo y esperar sus concesiones como un milagro placentero y gozoso. Ella se daba cuenta y cada vez subía un poco el nivel. No era raro que delante de sus amigas me tratara como un criado. Yo me pedía una copia y ella delante de todos y sin cortarse nada le decía al camarero que me trajera un refresco de niños que yo no era de los que aguantaban el alcohol, que luego me ponía cariñoso y me empeñaba en tener sexo con ella cosa que no le apetecía en absoluto. Sus amigas sonreían con malicia y me miraban mientras yo ho les daba a entender que era una broma entre nosotros. Miraba a otros hombres con descaro y luego me pedía mi opinión sobre ellos, como si en lugar de su novio fuera su amigo. Yo ardía en deseos de besarla, de estrujarla entre mis brazos, de demostrarla que era mía, pero me daba cuenta que que eso me costaría días de abstinencia total. Empezó a atarme. Tras hacerlo se probaba toda su lencería sexy, como si estuviera delante de un espejo, ignorándome. Otras veces, una vez atado rozaba su cuerpo con el mío, me acariciaba para luego retirarse, bailaba delante de mí. Al desatarme siempre teníamos un sexo desenfrenado en el que yo parecía un toro, en el que ella no paraba de reírse de mi deseo incontrolable, cada vez más satisfecha de la pasión que provocaba en mí. Me confesó que le encantaría mostrarme ante sus amigas, desnudo para que ellas juzgaran y le dieran su opinión. Jugamos con esa idea que era para mí tan excitante como peligrosa habida cuenta de como ella estaba manejando la situación. Me dijo que era mejor que yo estuviera en una posición débil, me dijo, indefensa para que ellas no se sintieran intimidadas o provocadas. Nos reímos, hicimos el amor, volvimos a jugar. Un día volvió a atarme desnudo y me puso a mil como ella sabía hacer. Me untó aceite, se desnudó a medias para mí, acercaba sus pechos a mi boca, y cuando iba a besarlos se me escapaba. Me susurraba palabras en los oidos, me acariciaba y cuando ya no podía más se iba al servicio y se ponía a maquillarse como quien no quiere la cosa. Mientras el deseo hinchaba todo mi cuerpo y yo esperaba que se cansara y acabara el juego desatándome y teniendo una noche de sexo interminable, el timbre de la puerta sonó. Ella se acercó a mí mientras terminaba de subirse la cremallera de un escotado vestido rojo. Son mis amigas, me dijo. Claro que puedo no abrir, y entonces volveremos automáticamente al punto en el que ya no nos aguantábamos uno al otro en la cama, ¿te acuerdas? Tú decides. Se agachó y me
dio un breve beso en la boca para luego incorporarse de nuevo preciosa y excitante como una diosa de la pasión. El timbre sonó por segunda vez.