Las cortinas de la habitación están echadas en un burdo intento de conservar la frescura del ambiente. Fuera, en lo alto, el sol brilla con fuerza, decidido a imponer su calor, anticipando así la llegada del verano que se anuncia seco y caluroso.
Un rayo de sol consigue colarse tímidamente en la estancia, descubriendo un color azul celeste en el trocito de pared sobre la que ha caído.
Silencio. Es todo lo que hay. Normalmente no era así, solían escucharse ruidos en las habitaciones inferiores, los sonidos habituales de una casa que despierta.
Pero hoy no es un día cualquiera, hace mucho tiempo que la normalidad de aquellos días se marchó para no regresar, y una quietud pasmosa se palpa en la oscura estancia.
No hay movimiento y el tremendo silencio estremece a María, que aún permanece en la cama, sin atreverse a afrontar el nuevo día.
Sus ojos siguen cerrados en un último intento de volver a sumirse en el sueño, de evadirse de la realidad que irremediablemente la está esperando. Intenta no pensar, intenta no moverse, intenta no hacer ruido, consciente de que cualquier pequeño movimiento, cualquier minúsculo cambio la devolverá de inmediato a esa realidad que tanto teme.
Sus manos se mantienen fuertemente apretadas contra su pecho, tensas, rígidas; sudorosas debido al esfuerzo inconsciente de mantenerlas en esa posición. No se da cuenta, pero sus uñas se clavan en su propia piel, provocándole una pequeña herida.
Sin embargo ésa es una herida que no duele. En unos días sanará y tan sólo dejará una pequeña cicatriz que, con el tiempo, también tenderá a desaparecer. Hay otras heridas peores, y María lo sabe muy bien.
De pronto, un sonido llama la atención de María que cierra aún más fuerte los ojos, intentando concentrarse en el origen de dicho sonido. El sonido penetra a través de la ventana y la envuelve, la embelesa, la transporta a un mundo conocido y lejano. Su memoria se activa y la sume durante unos pocos segundos en la seguridad de lo conocido.
Una lágrima recorre su rostro y cae tímidamente en la almohada. María siente la humedad que recorre su mejilla y, sorprendida, abre los ojos, atónita ante esa lágrima inocente que ahora está muriendo en su almohada.
Aún perpleja, aún con aquel grato sonido en su recuerdo, María se sienta en la cama y mira a su alrededor. Lentamente, sintiendo una extraña mezcla de asombro, miedo y entusiasmo, vuelve su rostro hacia la pequeña mancha que la lágrima ha dejado. Se afana en observarla, mientras su corazón late con tremenda violencia.
Y sonríe.
Se ha dado cuenta de que aún es capaz de sentir.
Un sonido y una lágrima. Los revive y se convence de que a partir de ése instante su vida será distinta.