Según el informe del INE Matrimonios por Comunidad Autónoma de inscripción y tipo de matrimonio de 2008, un 67,08% de los matrimonios entre personas del mismo sexo corresponde a uniones entre hombres y un 32,92% a matrimonios entre mujeres. El dato es contundente: las lesbianas que se han casado no llegan ni a la mitad de los gays. ¿Por qué?
En los estudios realizados sobre la aplicación de la ya derogada Ley de Peligrosidad Social del franquismo, sólo aparece una mujer lesbiana, frente a los numerosos gays represaliados. Nos podríamos preguntar: ¿sólo había una lesbiana en aquellos años del régimen franquista? Cualquiera de nosotras puede asegurar rotundamente que no.
Compañeras que trabajan en la enseñanza me han contado que, cuando preguntan en clase a sus alumnos si saben el nombre de algún gay, las respuestas son siempre afirmativas y recuerdan los de cinco o seis. Cuando les preguntan si conocen el nombre de alguna lesbiana, el silencio es total.
Traigo a colación estos tres ejemplos dos actuales y uno de aquel pasado no tan lejano para muchos y muchas de nosotras porque ilustran una realidad que se mantiene desafortunadamente vigente: la escasa visibilidad de las lesbianas frente a la fuerte presencia social de los gays.
Así pues, podemos preguntarnos con toda pertinencia: ¿qué pasa con las lesbianas?
A pesar de la fuerte incorporación de las mujeres al trabajo asalariado, es bastante sabido que la situación de estas y de los hombres en relación al empleo sigue siendo muy desigual.
Ello es así tanto en los tipos de empleo a los que acceden unas y otros, como en la cualificación de los mismos, las posibilidades de promoción, los salarios medios (ellas cobran casi un 30% menos) y las dificultades para conciliar la vida personal, familiar y laboral, siempre mucho más costosa para ellas, que funcionan cotidianamente como verdaderas supermujeres. Si el empleo es de representación política (municipal, autonómica o estatal), las mujeres son las primeras en dejarlo porque no pueden compaginarlo con las tareas extralaborales.
Después de esta rápida radiografía que ilustra cómo es la vida de la mayoría de las mujeres en comparación con la de la mayoría de los hombres, considero comprensible que muchas lesbianas no quieran arriesgar lo que tanto les ha costado conseguir su empleo, su estatus si salen del armario en su trabajo. Los miedos, los temores, no se reducen al estricto ámbito laboral: muchas veces las lesbianas no se animan a participar en actuaciones públicas, como charlas o actos de la comunidad gay-lésbica, porque se pueden enterar en el trabajo, como afirman muchas veces.
Cuenta, también, el distinto aprendizaje de la sexualidad de mujeres y varones. A éstos, incluso en el franquismo, siempre se les ha considerado socialmente seres sexuales. Dicho de otro modo: interesados por el sexo. A nosotras, por el contrario, se nos inculcaba que lo nuestro eran la ternura, las caricias, la entrega y devoción por los seres queridos, el desvelo por ellos. Y, cuando nos casáramos (sólo dentro del matrimonio), podíamos acceder a los deseos sexuales del marido con la exclusiva finalidad de traer hijos al mundo.
Aquella nefasta des-educación sexual, aquel aprendizaje castrador, tuvieron una plasmación particular en las lesbianas. Nos permitió, sin levantar sospechas, ir por la calle de la mano con nuestra pareja, cogidas por la cintura, acariciándonos, vivir juntas, ir de vacaciones solas o con otras lesbianas Los gays despertaban de inmediato sospechas y eran reprimidos por la propia gente o por el Estado. Hay que reconocer que la nuestra era (y sigue siendo) una ventaja, que nos permitía vivir una cotidianidad mucho más llevadera, especialmente si vivíamos en una ciudad grande o mediana. Pero ¿a cambio de qué? De negar nuestra existencia lesbiana, de que se pensase que entre dos mujeres no hay sexo. Quizás aquí radique la enorme diferencia entre los gays y las lesbianas que se han casado. Casarse supone salir del armario ante la familia, las amistades, los compañeros de trabajo, etcétera, y para muchas resulta un riesgo innecesario en su aspiración de seguir viviendo en pareja. Otras se acogen, a la chita callando, a las Leyes de Parejas de Hecho de muchas comunidades autónomas.
Dentro de los factores que inhiben a las mujeres a la hora de salir del armario, hay uno del que se suele hablar poco, y es el peso de las dependencias afectivas hacia la familia de origen. El no dar un disgusto a los padres, según dicen tantas lesbianas. Como si las madres, especialmente ellas, no se dieran cuenta de por dónde discurren nuestros derroteros afectivo-amorosos, aunque simulen ignorarlo. Como si en todo lo demás respondiéramos al 100% a las expectativas familiares. Como si nunca les hubiéramos negado muchos de sus deseos o de sus reclamos; como si no les hubiéramos dado más de un gran disgusto en la vida. Como si jamás hubiéramos transgredido sus mandatos acerca de cómo querían que fuese nuestra vida. La dependencia afectiva es tan fuerte que ni siquiera se cae en la cuenta de todo lo anterior en el momento de callar las orientaciones sexuales.
Este factor subjetivo está en el fondo de la invisibilidad social de las lesbianas, pero apenas se suele tener en cuenta cuando se habla de este tema. Para mí es de los más esenciales