Foro / Pareja

Mía o de nadie (dulce chacón)

Última respuesta: 7 de noviembre de 2008 a las 11:52
M
myla_8470078
24/10/08 a las 10:52

En demasiadas ocasiones, la mano que acaricia se convierte en puño que golpea. He oído decir que hay hombres que no creen maltratar a sus mujeres porque les pegan con la mano abierta. He oído decir que hay hombres que no creen maltratar a sus mujeres porque no les hacen sangre. No sangran después de una paliza brutal. No sangran. Y a los servicios de urgencias de los hospitales acuden mujeres que no sangran, del brazo de sus maridos, con fracturas, magulladuras y hematomas por todo el cuerpo. Se ha caído por las escaleras, dice él. Y ella afirma con la cabeza. Y he oído decir que muchas mujeres maltratadas disculpan a sus agresores sosteniendo que les pegan porque las quieren. Y llega el perdón. Y en nombre del amor, ellas perdonan y se lamen las heridas en silencio. Y en silencio esperan que el tiempo recomponga sus huesos partidos y les devuelva la ternura que conocieron en la mano que acarició sus sueños, ahora rotos.

Esperando siempre, porque un día, un día que son incapaces de recordar, el hombre que las amaba cambió y puede cambiar de nuevo. Y esperan, asomadas al abismo del amor, hasta que sus miradas se convierten en vértigo. Y es entonces cuando, las que tienen la fortuna de reconocerse en el horror, dan un paso hacia adelante. Y saltan.

He oído decir, a José Saramago le he oído decir, que el amor mata cuando muere, y que empieza a matar cuando empieza a morir. Pero dónde están los límites, dónde se encuentra la línea entre el amor y su muerte. Quién es capaz de señalar el punto exacto de esa fractura. Cuánta desolación, cuántos deseos estamos dispuestos a soportar en nombre del amor, antes de reconocer que el amor ha muerto, y más aún, que el amor nunca existió, o que duró lo que tarda en desaparecer la confusión de un deseo: amar y ser amados.

Ana Orantes, la mujer asesinada por su marido quince días después de aparecer en un programa de televisión, recibió la primera paliza en su noche de bodas. Yo he oído decir, a su hija Raquel, que ese señor, al que se niega a llamar padre, jamás amó a su madre. Ana Orantes, quizá ya en su noche de bodas, se enfrentó al abismo, pero tardó cuarenta años en dar el salto. Palizas continuas. Control exhaustivo. Aislamiento total. Sumisión. Sucesivos embarazos. Dependencia. Once hijos tuvo Ana. Murieron tres. Los demás crecieron aprendiendo a conocer el infierno. Asistieron en silencio a la destrucción de la autoestima de su madre, y sufrieron en silencio sus palizas, y las palizas propias. Y el desprecio. En silencio, para no provocar la ira paterna. Con la maleta a medio hacer por si su madre decidía huir. Y en silencio eran testigos de las continuas reconciliaciones, cuando él le pedía perdón y ella perdonaba. En una ocasión, su marido amenazó a su hijo pequeño con un cuchillo. La causa: un bote de Nocilla. El propio juez le aconsejó que regresara con su marido: "Vuélvase usted, porque en cuarenta años que llevo en el juzgado nunca había visto llorar a un hombre por una mujer como él llora". Y Ana volvió.

Su hijo pequeño tenía siete años, e intentó tirarse por una ventana. También él lloró ante el juez cuando supo que debía regresar con su padre. Y su hija Raquel se indigna: "Ese juez no tuvo sensibilidad de ver el sufrimiento de aquel niño ni el de aquella madre. Sólo fue capaz de ver las lágrimas de un hombre por una mujer". Ana Orantes volvió a perdonar, con la esperanza de que él cambiara. Y de hecho, en las innumerables fases de luna de miel, él mostraba su cara amable, y la calma regresaba al hogar, por un tiempo. Un tiempo cada vez más corto, para una calma aparente y frágil que se rompía siempre por un motivo que nadie podía comprender. Poco a poco, los hijos se marcharon, y cuando Ana vio que se le iban y ella se quedaba sola con su agresor decidió que ya bastaba de tanto perdón. Ana Orantes consiguió la separación, pero el juez la obligó a vivir en la misma casa que su maltratador. Ella arriba, él abajo. Raquel y su hermano pequeño vivieron con su madre las amenazas que "ese señor" les lanzó durante un año. Y todas las noches escuchaban a su padre hacer ruido abajo: el estruendo de puertas y ventanas al abrirse y cerrarse, el taconeo de su padre subido en los zapatos de tacón que su madre había olvidado. Golpeaba el suelo con los zapatos altos, con la única intención de atemorizar a los vecinos que le había impuesto el juez. Y ellos pusieron cerrojos, por si él subía, y escribieron el número de la Guardia Civil junto al teléfono, y se escondían tras la puerta con un bate de béisbol.

Le pregunto a Raquel si su padre estaba loco. "No es mi padre", responde, "es el asesino de mi madre. Me niego a llamarle padre, no es mi padre". Llora. Me cuenta que todos los hermanos se han cambiado el apellido y vuelve a decir que "ese señor" no está loco. Yo insisto, no comprendo cómo un hombre puede pasarse la noche golpeando puertas y ventanas y taconeando con zapatos de mujer sin estar loco. Le planteo si no cree posible que exista una enfermedad que se desarrolle en el núcleo familiar, una determinada patología que afecte sólo en el ámbito doméstico. "No es un loco", repite Raquel, "lo hacía para asustarnos, para que no estuviéramos tranquilos, para que sintiéramos miedo. La amenaza era continua. Cuando vives así llegas a conocer la maldad del ser humano. Cuando estaba borracho le pegaba, y cuando estaba fresco también. No son locos, ni son borrachos, ni pegan porque consuman droga. Es algo que está dentro de ellos. Algo que tienen arraigado desde pequeños. Es una cuestión de roles, los papeles que adjudica esta sociedad. Las mujeres, sumisas, en su casa, con sus hijos. Y aunque ahora la mujer se haya incorporado al mundo laboral, las tareas domésticas siguen perteneciendo a las mujeres y los roles de masculinidad se asocian a la superioridad. Son malos. No son locos. Es muy difícil de comprender desde fuera, pero cuando estás allí hay muchas cosas que te hacen saber que esa persona no está loca. No. Él nunca se ha enfrentado con nadie fuera de casa. Guardaba las apariencias. Es inteligente, y amable. Sólo agrede a los que siente suyos. Tiene un gran sentimiento de propiedad. Fuera de casa se mostraba como una persona buena. Pero es mala. Es mala. No está loco".

Ana Orantes fue rociada con gasolina por su marido. Y después le prendió fuego con un mechero. La víctima había aparecido en un programa de Canal Sur para dar testimonio de su caso. Había presentado numerosas denuncias por amenazas en el juzgado. Cuando presentó la última denuncia, el marido también lanzó su última amenaza. Y la profirió ante la Guardia Civil: "No voy a ir a la cárcel por estas denuncias, voy a ir a la cárcel por algo muy gordo que voy a hacer". Esa mañana le había llamado el juez de paz para advertirle que su situación era insostenible, que no podía seguir acumulando denuncias, y que tenía que buscar una solución. Él interpretó que su mujer quería quitarle la casa.

Y no está loco. No fue un acto de locura. Lo tenía bien pensado, afirma su hija. Y añade que poco después del asesinato de su madre supo que aquella mañana su padre no tenía fuego. Fue a pedirlo a un albañil de una obra que había al lado. El albañil lo contó al enterarse del crimen. Y lo contó llorando, por haberle dado un mechero.

Raquel Orantes y todos sus hermanos han alterado el orden de sus apellidos. Raquel se siente Orantes, siente que le debía eso a su madre, y en un futuro se quitará el apellido de su padre.

En estos momentos, la ley sólo permite alterar el orden. Raquel tiene 27 años, y una librería especializada en ciencia- ficción, terror y fantasía. Vive en Granada, cerca de la prisión donde cumple condena "ese señor". "Va a salir pronto, si alguien no lo remedia", me dice. "Es muy duro. Mi madre ha sido asesinada y mi padre está en la cárcel". Y por primera vez le llama padre. "Algún día, cuando me encuentre con mi madre, me dirá: 'Hija, estoy orgullosa de lo que has hecho'. Yo sólo tengo miedo a que mi familia tenga que pasar por lo que ha pasado ya. Lo que me pueda pasar a mí no me asusta. A raíz de la muerte de mi madre he superado hasta el miedo a la muerte. Sólo me da miedo que me pille igual que pilló a mi madre, de espaldas. Pero si me lo encuentro cara a cara soy capaz de defenderme".

Raquel no ha vuelto a ver a su padre. Sólo durante el juicio. Y no se pregunta las razones que tuvo para asesinar a su madre. "No se me ocurrió preguntarle por qué. No creo que haya razón para hacer algo así. Hace cinco años, y yo todavía no lo entiendo".

Denuncia, y señala con el dedo a los maltratadores. Y asegura que otra vida es posible. A las mujeres maltratadas, a las que perdonan, y perdonan, y perdonan, les asegura que otra vida es posible. "Es muy duro, pero es posible salir de la situación y asumir el riesgo. Es preciso que busquen apoyo en familiares, en vecinos, aunque la justicia demuestre que no es capaz de ayudar a las víctimas. Los maltratadores no cambian. Son así y se morirán así. A mi madre le costó la muerte".

No es fácil saltar. En demasiadas ocasiones, el perdón frena el salto. "El perdón forma parte del ciclo de la violencia", le he oído decir a Nuria Varela, autora del libro Íbamos a ser reinas. "Ellos piden perdón, regalan flores. Y ellas perdonan". Y es que las mujeres estamos educadas en el perdón. El perdón forma parte de la herencia cristiana que pervive en una sociedad que se ha acostumbrado a decir "contigo hasta que la muerte nos separe", cuando lo correcto sería unirse a alguien con una sola condición: contigo hasta que muera el amor que nos une.

Pero lo que Dios ha unido no debe separarlo el hombre, y el perdón se instala en nosotros buscando excusa en los hijos, en la familia, en la seguridad, en la culpa. Nuria Varela sostiene que la culpabilización de la víctima también tiene que ver con el perdón: "La conciencia de ser mujer maltratada, la no aceptación del maltrato, es fundamental para el perdón. La víctima hace suyo el discurso del maltratador. Y cree que le provoca. 'La culpa es mía porque la cena estaba fría'. Pero ¿dónde está el umbral del perdón?, ¿cuándo se produce la fractura y se llega al 'no aguanto más'? Un simple gesto, el apretón de un brazo, un salivazo".

Nuria Varela ha recogido numerosos testimonios, y ha llegado a la conclusión de que las mujeres mayores que deciden separarse no perdonan. No perdonan porque tienen absolutamente claro que les han robado la vida y la dignidad. Se acostumbraron a perdonar, asumiendo el rol que les fue asignado, y el perdón se convirtió en un trámite para la resignación, aunque en el fondo desearan la muerte, la suya o la de su compañero. Pero algunas dijeron basta. Dejan la resignación para esas religiosas que recomendaron el perdón a una niña maltratada, cuya madre también lo era, diciendo que Dios está en todos nosotros, que hay que buscar a Dios y perdonar. Nuria recogió también el testimonio de una mujer que llegó al umbral de lo soportable cuando su agresor la escupió. Antes la maltrataba, la violaba, la pegaba, la insultaba, pero la escupió. Y ella dijo basta.

Basta, gritan las mujeres en el instante en el que pierden el miedo al abismo. Y en ese momento se enfrentan al vértigo, deshacen el bucle cerrado que tejen los hombres imposibles y dan el salto. Basta. Se acabaron los límites. Se acabó el buscar la razón de los golpes. Se acabó la culpa. Y entonces descubren que el amor no es la ... No, el amor no es la ... como proclama el eslogan de la Federación de Mujeres Progresistas para una campaña de prevención de malos tratos dirigida a la juventud.

El amor no es la ... repite Amalia Alba, presidenta de la federación en la Comunidad Valenciana, y me muestra el logotipo de la campaña: un guante de boxeo sostiene un ramo de lirios. La brutalidad del puño contrasta con la ternura de las flores. El puño ofrece el ramo, y el ramo se convierte en amenaza. Amalia explica que escribieron ... sin hache, huyendo así de connotaciones religiosas, y que escogieron la palabra por su polisemia, y que en ninguno de sus sentidos el amor es la ... El puño nunca golpea por amor, no es la ... Ni es la ... en la acepción superlativa del término, que idealiza el amor apasionado, romántico, y nos hace creer que la vida en pareja es la única forma de felicidad, y que el amor es ciego. Y Cupido construye la trampa donde todos hemos caído alguna vez.

Pero es la sociedad la que diseña la urdimbre y teje la venda que nos ciega con sus mensajes de San Valentín, del alma gemela, el contigo hasta la muerte, el príncipe azul o los finales felices. Pero las vendas que cubren los ojos enamorados caen. Los ojos despiertan. Y a veces, como en el cuento de Augusto Monterroso, hay mujeres que "al despertar descubren que el dinosaurio todavía estaba allí". Mujeres jóvenes, adolescentes, que miran con asombro a Amalia Alba cuando explica en sus charlas de prevención los síntomas irrefutables del maltrato, y se observan unas a otras. Disimulan. Dudan. Recuerdan: no me gusta que te pongas esa falda, ese escote, no uses tacones, no hables con mis amigos, no te maquilles así, no vuelvas a cortarte el pelo, eres mía, eres sólo para mí.

La mayoría de las adolescentes no se separa, a pesar de sus síntomas de depresión, cuyos motivos son incapaces de comprender, aunque algunas los detecten al acudir a las charlas. Se lo he oído decir a Ana Marco, trabajadora social; a Raquel J. Cháfer, psicóloga, y a Encarna Hernández, abogada.

Las tres prestan sus servicios en el Centro de Asistencia a Víctimas de Agresiones Sexuales (CAVAS), con sede en Valencia. Ellas han escuchado las excusas que utilizan para no enfrentarse a la pérdida de la pareja: es que lo hace porque me quiere, me quiere demasiado. Y poco a poco llega la espiral de violencia. El puño y las flores. Lentamente, quizá pasen unos años. La merma de la autoestima. La idealización del otro. El mía o de nadie. Ana, Raquel y Encarna me cuentan que muchas mujeres se separan cuando buscan un motivo para la última paliza y no lo encuentran. Y comprenden que no había ningún porqué, él no necesitaba ningún porqué. Y se dan cuenta de que tienen que rechazar las flores. Y es entonces cuando cobra más furor el mía o de nadie, cuando el agresor siente que se le escapa la víctima, cuando ve peligrar la posibilidad de reafirmarse en la destrucción del otro.

Ana, Raquel y Encarna han comprobado los efectos de sus charlas, sobre todo en pueblos pequeños, cuando las mujeres despiertan y descubren una realidad que no habían imaginado. La expresión de los rostros cambia al escuchar, por ejemplo, que la felación forzada es una agresión sexual aun dentro de la pareja, y que se considera delito de violación el que el marido obligue a su mujer a mantener relaciones por medio de la fuerza, la intimidación, la violencia o la coacción psicológica con amenaza verbal de ejercer violencia física. Y despiertan. Descubren que han sido forzadas permanentemente en su matrimonio. Y se preguntan cuántas veces han sido violadas, cuántas se han sometido, cuántas se han dejado hacer.

Las deserciones tras la primera charla son numerosas. ¿Por qué?, preguntan Ana, Raquel o Encarna: porque los hombres dicen que llegan a casa rebotadas, y no les dejan volver. Y no vuelven. La presión social, religiosa, educacional enseña a las mujeres que su deber es someterse a los deseos de sus maridos, incluidos los sexuales.

"Que vengo de amor herido. Herido, muerto de amor". Y heridas, como en los versos de García Lorca, muertas del amor que sintieron un día, regresan muchas con su agresor, incapaces de reconocer que ese amor ha muerto y sin saber que cuando el vínculo del amor se rompe ya ha creado otros que son más difíciles de romper. Y regresan a la herida que no sangra, perdonan de nuevo, incluso en la sala del juicio, cuando ven que su pareja no va bien vestida y se preguntan quién le cuidará. Y es que el encantador de serpientes conoce la estrategia. Sabe cuándo debe mover a compasión o cuándo hacer un arrumaco. Y vuelve a conquistar, se reconcilia. Y pide sexo, aunque acabe de intentar asesinar a su pareja. Pide sexo porque en el perdón se incluye el sexo y porque las cosas se arreglan en la cama.

Encantadores de serpientes, así les llama Cristina del Valle, una de las fundadoras de la Plataforma de Mujeres Artistas contra la Violencia de Género. Cristina afirma que el perdón está relacionado directamente con la idea del amor romántico, y de la sumisión, y de la entrega. "Son expertos manipuladores emocionales, y siempre intentan justificarse diciendo que la víctima les ha provocado. Utilizan una estrategia perversa, un juego de argucias dirigidas a menoscabar la autoestima de la víctima en un proceso de aislamiento, para que nunca contraste el discurso del maltratador con los demás. Las mujeres sometidas al síndrome de Estocolmo doméstico suspenden todo juicio crítico sobre el maltratador. Los primeros malos tratos rompen en la mujer el espacio de seguridad y confianza que debía encontrar en la pareja y generan una pérdida de referentes. Se inicia un proceso depresivo, hasta que al final la víctima se adapta y el único modelo que tiene es el del maltratador. Generalmente tiene ya muy mermadas las redes sociales, y entra en una fase de indefensión, y lo único que intenta es mantenerse con vida, ella y sus hijos. Tenemos que entenderlo desde ese proceso, lento, perverso, estratégico, inteligente. No hablamos de patologías. No están locos. Es una violencia organizada, estructurada, ideológica y selectiva que va mermando de forma devastadora la capacidad para distinguir, para reaccionar, para tomar decisiones".

Y heridas de un mal amor trabajan las empleadas de Centro Andaluz de Integración Laboral Unificada (CAILU), una empresa de Sevilla que emplea a mujeres discapacitadas a causa de la violencia de género y cuya actividad se centra en las artes gráficas. Cristina Pavón y María del Mar Martínez, sus creadoras, han recibido el Premio Meridiana del Instituto Andaluz de la Mujer. Yo les he oído decir que una de las maltratadas que estampa camisetas en CAILU les dio las gracias porque la trataban como a una persona. Esta mujer, que no para de llorar, agradece que la traten como a una persona. Enriqueta, se llama. Y paraliza el aire cuando calla, porque no puede seguir hablando; cuando llora, porque no puede seguir recordando en voz alta el dolor. Violada por su padre en la infancia, con tres intentos de suicidio -el primero a los ocho años-, maltratada sistemáticamente -primero por su padre y después por su marido-, Enriqueta ha tenido que enfrentarse al espanto de saber que su marido abusó sexualmente de sus dos hijos, de doce y nueve años, durante cinco años, desde que la niña tenía siete y el niño cuatro.

Y no puede perdonarse el no haberse enterado. Nuevo intento de suicidio, y cuando regresa del hospital, su marido la ataca con un cuchillo de cocina. Ella intenta esquivar el golpe, se protege con la mano derecha, y el arma cercena los tendones y corta el pulgar. Enriqueta no denunció a su marido, pero su marido la denunció a ella por intento de asesinato. Llora, y cuenta que la justicia no la creyó, y que nadie la ha tratado como la tratan en CAILU. Y recuerda el abismo, como Rocío, que admite con timidez que su maltrato no duró mucho, pero que fue brutal. Rocío nació con un problema de oído que ha derivado en sordera total a causa de las palizas. Lee los labios. Tiene treinta años y es feliz con sus compañeras de trabajo. Es feliz. Y desea ayudar a las mujeres que han sufrido como ella.

A las trabajadoras de CAILU les cuesta hablar. Han de vencer la resistencia a contar su historia y me piden que no escriba sus apellidos. Algunas apenas detallan su minusvalía y protestan por la discriminación que han encontrado. Es el caso de Alicia, con discapacidad sensorial en la vista, que reclama un trato justo por los empresarios y denuncia los abusos de las contrataciones de minusválidos que buscan sólo el provecho personal. También Rosario se queja de que sólo le han ofrecido suplencias de tres meses, muy ventajosas para el empresario. Rosario lleva una pierna ortopédica a causa de un accidente de tráfico. Su pareja comenzó a maltratarla durante el embarazo de su única hija. Al igual que Carmen, que recibió la primera agresión cuando esperaba su primer hijo. Su marido la tiró por una escalera. Luego le pidió perdón, y ella perdonó.

Durante un tiempo, dice Carmen, no me pegaba tanto. Hasta que se quedó embarazada de nuevo y su agresor rompió la puerta del baño con un hacha. Ella pasó la noche llorando en el suelo. Recuerda esa noche, y las palizas diarias por los motivos más absurdos. Hoy no quiero pollo de comer. Cuando Carmen decide dar el salto y se separa, la Administración no le proporciona una casa de acogida y dictamina que pase a vivir con su cuñada, la hermana del agresor, un año. Las dificultades económicas han sido una constante en su vida. Ahora, a través del Instituto Andaluz de la Mujer, ha encontrado un lugar y un puesto de trabajo. El sueño de Carmen, su ilusión, es poder ir a un supermercado, "de esos grandes", y llenar el carro.

Hay abismos que mueven a compasión. Pero las mujeres minusválidas no quieren compasión, tampoco las maltratadas. La lástima no puede ayudarlas. Son víctimas, sí, pero reclaman justicia, y un lugar en el mundo, como el que han encontrado Carmen y Erika en CAILU. Erika habla deprisa, como si quisiera acabar de recordar lo antes posible. Minusválida de nacimiento, con el ojo izquierdo casi cerrado por falta de un nervio, sufre una escoliosis avanzada a causa de las palizas, y sueña con ser abogada. Ella conoce bien el sentimiento de posesión que desarrolla el amor mal entendido, la sensación de ser considerada una propiedad, los celos que desembocan en el mía o de nadie.

En la Puerta del Sol de Madrid, durante un acto donde se recogían votos simbólicos para exigir una ley integral contra la violencia de género, yo he oído decir a un hombre, que introducía su papeleta en la urna, que a algunas mujeres habría que matarlas. Él creyó que estaba votando contra la guerra y alguien le sacó de su confusión, pero ya tenía el voto en la ranura y no lo retiró. Lo dejó caer y dio una palmada en la urna. "A algunas mujeres habría que matarlas", dijo. A continuación, una joven depositó su voto y exclamó: "Alguna de nosotras puede ser la siguiente".

Yo he oído decir que el maltrato es un problema de complicidad social, que una parte importante de la sociedad mantiene los ojos cerrados y se tapa los oídos ante un problema que nos atañe a todos. Y he oído decir que el maltratador considera al hombre como único interlocutor válido, como su igual. Y que son muchos los hombres que alzan la voz contra la vergüenza desde diversos foros y señalan con el dedo al maltratador. Uno de estos foros son las Plataformas de Hombres contra la Violencia de Género. Ya son varias las que se han formado en España. La última fue constituida por policías de Badalona. Miguel Sánchez y Joaquín Casals, sus fundadores, declararon en este periódico que han de ser los hombres los que condenen a los agresores y defiendan el respeto y la igualdad, porque está demostrado que el rechazo de las mujeres no les importa, sólo el de sus iguales.

Son muchas las voces que reclaman libertad, y muchas las mujeres que sueñan con perder el miedo a saltar.
Yo he oído decir que es preciso tomar medidas legales, administrativas, económicas, sociales, para que se hagan posibles los sueños.

He oído cantar a Amancio Prada: "Libre, te quiero. Libre. Pero no mía. No, no, no mía. Ni de Dios, ni de nadie, ni tuya siquiera".

Y he oído decir que los sueños se cumplen.



Ver también

A
an0N_969444099z
24/10/08 a las 11:05

Gracias
Muy duro. Demasiado. Pero hay que leerlo.
Muy lúcida, Raquel Orantes.
Gracias

A
an0N_969444099z
24/10/08 a las 14:33
En respuesta a an0N_969444099z

Gracias
Muy duro. Demasiado. Pero hay que leerlo.
Muy lúcida, Raquel Orantes.
Gracias

Lo subo
un abrazo a todas

M
myla_8470078
24/10/08 a las 21:51
En respuesta a an0N_969444099z

Gracias
Muy duro. Demasiado. Pero hay que leerlo.
Muy lúcida, Raquel Orantes.
Gracias

No hay de qué...
La verdad, llegué a ése texto por casualidad y me pareció tan cierto que creo que es interesante emplear unos minutos leyéndolo para reflexionar.

A
an0N_969444099z
7/11/08 a las 11:52

Y lo vuelvo a subir
La gente sensible, igual no puede ni leerlo.
Un abrazo

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