Otra vez, el sol se escondía y ella regresaba del trabajo. Era viernes, pero igual daba, todas sus "amigas" tenían planes fijos, y no hacía mas que lo de siempre, pasear un ratito por el parque, con su música puesta, y volver a casa.
Esa vieja buhardilla de suelo chirriante, era testigo de sus más mudas pasiones, del sentir de una mujer solitaria. Ella no era precisamente fea, pero demasiado tímida y sensible, y de madurez atípica para su juventud. No buscaba príncipes azules, ni queria moscas rondando, solo se mataba por un hombre especial..., su hombre, se moría por deshacerlo a besos...
Como siempre, se desvestía totalmente, se masajeaba un poco sus cansados pechos, y rabiosamente, en aquella gastada cama, se masturbaba. Sentía una mezcla, unos vaivenes de gozo y tristeza, de desesperación y de ansia de carne, hacía el amor a sus propias sombras. Hacía estremecerse de placer a su hinchado clítoris, que sudoroso y temblando gritaba su nombre, y le miraba fijamente a los ojos.
Los ahogados gemidos se perdían en el aire, como si su hombre la tapase los labios, y en el éxtasis se imaginaba abrazándolo con todas sus fuerzas, ahogándolo, para que ni la respiración pudiese diluir el aroma profundo de su alma, el roce intenso piel con piel.
Así, mojadita y mordiéndose el labio inferior, se arrancaba de las entrañas su sentimiento, mientras la asaltaban una y otra vez los orgasmos y los expulsaba de si con los gritos más sinceros, más desgarradores, más callados, tanto decían y tan poco al mismo tiempo...
Cuando los espasmos dejaban de sacudirla, se limpiaba la vulva, se ponía las bragas, notaba como se le relajaban los pezones (duros antes como su pena), y disfrutaba de un acogedor sueño.
Poco la duro esta situación... una mujer no aspira a tener su yema del dedo pegada siempre al clítoris, necesita que la penetren el corazón.
Decidió ponerse pronto el despertador y a la mañana siguiente, coger el autobús directo al pueblo. Fue pasando el día, y cuando cayó la noche, encontró por fin aquella finca, alejada y grande. Y le encontró a él. Le dijo que venía a visitar el pueblo, que su aire puro la relajaba..., pero todo negó con la mirada. Tímida y ardiente mirada, en la cara pintada la sonrisa del querer y no poder, que al ver cómo él con otra la contestaba, se transformaba en la del poder y no querer.
Él la invitó a pasar con gusto, y con masculina certeza de "quiere", ella entró con el femenino disimulo del "me obliga". Y cenaron, ella mirándole a los ojos, y él, que sentía ese irracional miedo, la miraba a esos sus labios aparentando serenidad, tan bien puestos y generosos en sus formas como siempre, rosados, ligeramente curvados, prefería leérselos en vez de escuchar sus palabras "de que mal tiempo hace", y similares.
Se la notaba sin complejos. Sus ojos verdes se lo prohibían.
Poco tardó en entrar a su habitación despues de que él la diera las buenas noches. La excusa, el besito de buenas noches. Él , que era maestro en ocultar sus sentimientos, la dijo que besitos no... no se dan, entre amigos lo que se hace es ayudarse, apoyarse, escribirse, pero que la confianza no da para tanto... Ella insistió, y ante su tono irónico y de clara burla, sana eso sí, se llenó de ira, y acabó con esa irritante indiferencia y esa deliciosa y esquisitamente refinada forma de perturbar el alma de una mujer...
Se tiró como felina al cuello, se le tiró al cuello, a matar, a besos. Pronto paró, al ver una niña caprichosa, el ridículo, el fin de aquella ¿amistad?
Corriéndola una salada lágrima por la mejilla le besó suavemente los labios, con toda esa rabia convertida en una extraña alegría, rebosante de insatisfechos pensamientos... Perdón, dijo, mañana mismo me voy. Sus labios le supieron tan tiernos, tan dulces... ¡Eran así papel de lija!
Antes de que ella fuese a salir de la habitación, él le secó con un pañuelo de seda negro esa lágrima, y se lo deslizó por los labios, al mismo tiempo que la susurró al oído, algo incomprensible. La abrazó un instante, fue un momento tan fugaz y eterno al mismo tiempo...
Y se cruzaron sus miradas... Se clavaron las pupilas, tan negras...
... Pudieron callar sus bocas, pero no sus labios desesperados. La lengua se movía, como malabarista hábil, y decía palabras sí, pero de las que se escriben en la piel. No se dieron la mano y se ayudaron a alejarse, ella al final sí se la tendió, pero él la rechazó, ¡tuvo que acariciársela!
Un deseo tan grande no cabe dos cuerpos tan pequeños, y no lograron evitar pintar a brocha gorda en el lienzo de sus cuerpos, expresar arte, instinto, la más verdadera y pura intuición. Pintaban juntos con el pincel de un amor tapado y rebosante.
Se libraron de esa cárcel llamada ropa, arrancándose parte de malos modos, y por fin el descansó su cabeza, con razones del corazón incluídas, entre sus pechos desnudos. Acogían tanto...
No podían parar, se sentían culpables y enjuagaban su piel pecadora con más y más besos. Y esque parar sería aún más insoportable que seguir muriendo así. ¡Tócame, roza fuerte, coge mi ardiente alma con tus dedos mojados!, gritó ella.
Se lamían como perro el hueso. Pero ellos no pasaban de la carne... Le clavaba a él por detrás las uñas, le ahogaba, solo respiraba en los jadeos...
Eran dos perros, dos erizos de mar clavándose las espinas, tan placenteras...
De un empujón la tiró a la cama y la arrancó con furia, ahora suya, las bragas. La rosada perla estaba tiesa, dura y marcada, esperando a ser devorada. Ese diamante de tantos quilates que cada mujer porta en su intimidad, era todo sentimiento, porque en su caso estaba conectado al corazón, y se lo abrió, como botón que abre una puerta. Como el punto de la i, ese punto la hacía ser lo que era.
Se le puso la piel de gallina. Se estremeció.