Con cada paso que doy los tejidos de mi falda voltean hacia un lado y otro dejando ver la silueta de mis piernas. No hay nadie más en la calle, estoy sola y soy la única que puede ver mi figura reflejada en los grandes cristales góticos de los escaparates de las tiendas que voy pasando.
Está oscuro pero no lo suficiente como para no poder ver la forma en la que aparezco representada en los cristales. Sigo avanzando hacia ninguna parte. Sé que estoy buscando a alguien, pero no consigo concentrarme en quién. Solo quiero seguir viendo mi figura en el escaparate.
La falda me llega a los tobillos, pero se las arregla para abrirse camino a través de formas abiertas imposibles hacía mis nalgas. La brisa de la noche se ha puesto de acuerdo con el tejido de mi ropa para bailar al unísono. Mis posaderas rozan entre sí y me doy cuenta de que no llevo ropa interior. El tacto suave de la ropa con mi cuerpo me incita a caminar más deprisa, con movimientos precisos empiezo a contonearme. Me paro frente a una puerta de hierro. Está cerrada y no tiene cristales.
Un remolino de viento me transporta hacia otro lugar. Estoy en el vestuario de un gimnasio. Una chica con el pelo largo está en ropa interior sentada frente a un espejo enorme de estilo vintage. La chica tiene unos ojos enormes, brillantes, seductores, enigmáticos... Empieza a peinarse con un cepillo de púas finas, abundantes y sedosas. Se peina muy lentamente y con cada cepillada, el pelo cae lacio sobre sus hombros. Sabe que la estoy mirando. La luz es tenue y persigue el cepillo mientras se desliza por su pelo. Un foco ilumina su cara. Está actuando para mí. Hace caer los parpados de sus ojos y los levanta inocentemente para que el movimiento de sus pestañas remueva el aire perfumado con su olor y llegue a mis sentidos. El olor que me ha enviado me obliga a cerrar los ojos para ubicar la sensación de familiaridad.
Aparezco en los brazos de un hombre en el paseo de una playa. Las palmeras altas alineadas parecen observarnos. El brillo de sus ojos verdes me deja inmóvil. Me pregunta si lo he echado de menos. Ni siquiera hago el intento de contestar, dejo que me absorba el momento...
Está atardeciendo y las gaviotas se posan en la arena dejando la huella de sus patas por donde pasan. Han formado un corazón de huellas. Éste se eleva del suelo lentamente y se convierte en pequeñas gaviotas que salen volando.
Me sumerjo en mi mundo que consiste en todo lo que hay conmigo a un perímetro de medio metro. Me sumerjo en él. No le presto atención a la gente que pasa por nuestro lado. Él no dice nada pero sé que desaparecerá de un momento a otro si no hago algo. Soy incapaz de decir nada para impedirlo. Me quedo allí inmóvil, esperando lo inevitable: su marcha. Mis pies están clavados en el suelo y no consigo despegarlos. Por el contrario él sí puede despegarse de mí y alejarse a un ritmo frenético.
No puedo dejar que se vaya. Consigo despegar mis pies del suelo e intento correr hacia él. Mis pasos se ralentizan y tengo la sensación de que no avanzo. Me quito la ropa y me pongo un camisón blanco casi transparente que hay en el suelo, doy un salto que me eleva a 3 metros.
El aire me empuja hacia el cielo. Lo he conseguido, al fin, estoy volando. Cada 7 metros desciendo hasta el suelo y me impulso con mis pies descalzos hacia arriba. Otra vez estoy volando. Noto el frío en mis axilas, en mis pezones, en mi entrepierna. Necesito encontrarle.
Una oleada de viento me deja inconsciente en el suelo del desierto. Cuando abro los ojos sigo llevando el camisón blanco. A lo lejos distingo la silueta de dos camellos, se acercan como destellos de fotogramas ampliados hasta que llegan ante mí. Él ha venido a buscarme.
Estoy montada en uno de los camellos, él está montado en otro junto a mí. Sus ojos verdes intimidatorios, perturbadores, me penetran a través del camisón. Deseo que no aparte la vista en todo el camino, a donde quiera que vayamos. No lo hace y me siento afortunada.
Empiezo a recorrer mi cuerpo con mis manos. La suavidad del camisón se intuye visualmente: sedoso, fino, transparente. De repente sus ojos me intimidan y bajamos de los camellos para descansar junto a dos palmeras.
Es de noche y la luz de la luna ilumina la parte izquierda de un pequeño estanque de agua. Él se sienta con la espalda apoyada en el tronco de una de las palmeras, está de espaldas a mí pero sé que tarde o temprano sucumbirá a la lujuria y no podrá evitar mirarme.
Me quito el camisón, y separo dos mechones de mi pelo para cubrir mis pechos. Me siento de rodillas a la orilla del estanque, el agua llega a mi entrepierna. Por encima de mi cabeza asoma una rama gruesa y dura de una de las palmeras. Me agarro a ella levantando mi brazo izquierdo y con la mano derecha recojo un poco de agua y me acaricio la nuca dejando caer riachuelos de agua por mi cuello, las yemas de mis dedos están frías.
Mi cuerpo se estremece y un escalofrío recorre mis brazos, desde las axilas hasta la punta de mis dedos. Noto su mirada fija en mi espalda. Empieza a llover a cántaros y estoy empapada en décimas de segundo. Por fin noto su aliento en mi ojera, cálido y acogedor. Me abraza por detrás y lleva su mano a mi ingle, noto su calor en mi espalda. Sus dedos bailan y juguetean con mis labios. La luz de la luna se apaga dejándonos flotando a oscuras en el desierto de la noche.
Una expansión de sensaciones me sacude de mi sueño, empiezo a perder el escenario en el que me encuentro y emerjo de la nada en mi cama. No quiero despertar y empujo mi subconsciente hacia el escenario de mi sueño, aún noto sus brazos alrededor de mi cuerpo.
Siento su aliento en mi cuello y oigo que me susurra algo, no consigo entender el qué. Al despertar, mi explosión de sensaciones se está evaporando y una iluminación me hace descifrar las palabras que él me susurraba: te estaré esperando en tus sueños.
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