Estábamos ya horas en mi apartamento, encima mi cama, jugando a los dados que nos indicaban qué penitencia teníamos que cumplir. Antes de tirarlos retenía la respiración y pensaba cuándo llegaría el momento para que mi pene empiece a jugar un poco. Podía percibir que ella también esperaba ansiosa. Nuestras ganas eran obvias, o por lo menos eso creí al ver sus piernas estiradas, con sus glúteos provocando contracciones cada que percibían mi mirada. Ella estaba con calza negra y con una expresión en su rostro que me impulsaba a adornarlo con caricias y olores picantes. Tiré los dados y, al fin, me dejaron escoger lo que quisiera; pedí acariciarle el trasero. Sin tocarla aún ya me sentía excitado. Ella permaneció echada en mi cama. Me puse detrás y empecé a sobarle las nalgas. Fueron tantas mis ganas que dentro de poco agarré su calza y la tiré hacia abajo. Su trasero quedó descubierto y mi primer impulso fue apretarle las nalgas, con las manos bien estiradas; presionando hacia dentro y los costados. Perdí la cordura, también mi sobriedad moral y deseaba profundamente mostrarme como un hombre descontrolado, lejos de la vergüenza, lejos de la paciencia. Me quité los pantalones, como si fuera un mago en contra reloj; me puse encima de ella, soportando mi peso sobre mis brazos y agarré mi pene para acomodarlo en medio de su culo, horizontalmente, sin penetrarla aún. Empecé a hacer lo que más disfruto en esa posición; frotarla, dejando que nuestros fluidos nos hagan resbalosos… Continuará…