Inciso. Un italiano en el camino Capítulo 1
Hola a todos. Hoy es domingo, y aunque los domingos me gusta dormir hasta bien tarde, hoy no puedo. No paro de pensar en esta historia que voy a contar, y es que hay días en los que mi cabeza no para de recordar, y entonces viene la necesidad imperiosa de escribir.
El septiembre pasado hice El Camino de Santiago. Para quien no lo sepa es un viaje famoso a nivel internacional que consiste en caminar hasta Santiago de Compostela, una preciosa ciudad al norte de España. También se hace en bicicleta, e incluso a caballo. Yo lo hice caminando. Y lo hice sola.
En principio iba a hacerlo con un buen amigo, pero en el úl!@#*! momento se echó para atrás por falta de dinero, fue entonces cuando decidí que haría mi viaje en solitario.
Así que un día me saqué un billete hacia León y en unos quince días caminé 322 km hasta Santiago de Compostela, a través de mucho desierto al principio, y de mucho monte después. Cuando la vegetación estaba a punto de comenzar me ocurrió algo que cambiaría mi camino.
Para poner en situación al lector, cada día caminaba unos 28 km de pueblo a pueblo, donde descansaba en albergues. El primer día conocí a un rumano con el que caminé todo el trayecto. Fueron unos 28 km de camino blanco, pedregoso, y seco, sin una sola sombra, y con un calor que me hizo sudar como nunca antes. La mochila pesaba en mi espalda, y ya no sabía qué postura adquirir para no sentir el dolor en mis hombros. Fue alrededor de los 15 km cuando me percaté de que nunca antes había sabido lo que era un verdadero dolor de pies. Me dolía tanto que me sentí palidecer, y dudé de mi capacidad para llegar hasta Santiago.
Los úl!@#*!s km iba totalmente en silencio, mirando al suelo, y escuchando los pasos de mi compañero rumano.
Llegamos por fin al albergue, no sin antes parar en un banco a cambiar mis botas por unas chanclas, aconsejada por mi compañero de trayecto. Noté la diferencia, y supe por qué al descalzarme en el albergue. Tenía una ampolla de tamaño considerable en el lateral exterior de cada dedo gordo, pero eso no era lo peor. La base del meñique del pie derecho me dolía y me escocía, y no sabía realmente el por qué, pues no vi rastro de ampolla alguna.
Me pinché cada ampolla con un alfiler y saqué el líquido, dejando el hilo puesto, como me había aconsejado mi madre.
En cuanto al meñique, como no había ampolla que pinchar, no pude hacer nada. Después, cuando tuve que ducharme, cenar, ponerme el pijama, y todo el proceso antes de meterme en la cama, sentí las agujetas más bestias de mi vida. Estaba como oxidada, me costaba dar cada paso y cojeaba, la gente me miraba con preocupación. Esa noche, el rato antes de caer rendida al sueño, no paré de darle vueltas a mi dolor corporal y a cómo iba a ser capaz de caminar otros 28 km al día siguiente.
Por la mañana, por suerte, el desayuno del albergue fue espectacular. Todo estaba hecho con mimo y por cuatro euros tenías buffete libre. Casi me emociona lo bien que desayuné, en serio. En el Camino de Santiago aprecias cualquier mínimo detalle. Comí tostadas, queso, miel, tomate, yogur, muesli, fruta. Y todo me hacía feliz, creo que fue el mejor desayuno de mi vida.
Después salí a caminar y ya no tenía compañero alguno, pues iba tan despacio debido a mi entumecido cuerpo que todo el mundo me adelantaba. Caminé sola durante varios km, y a una velocidad que ya no sabía si andaba hacia delante o hacia atrás. Llamé a mi madre para quejarme de mi dolor, ella, alarmada, me dijo que fuera al médico, que mandase la mochila en taxi a los albergues, que blablablá. Mi padre por el contrario me dijo que las agujetas se me pasarían en cuanto llevase media hora caminando, y así fue. Lo que no se me pasaba era el maldito dolor del meñique. Entonces volví a cambiar mis botas por las chanclas, y me dije a mi misma -no hay dolor-
Ese día también fue un camino constantemente seco y monótono. Lleno de polvo, sol, y pequeñas piedrecitas blancas. Conocí, entre otras personas (ya que todo el mundo me preguntaba por mi cojera) a una chica de Murcia. Nos hicimos amigas y fuimos contándonos nuestra vida sin prisa. Mi amiga murciana me dijo que sería buena idea acostumbrarme a las botas, que debían amoldarse a mi pie. Le hice caso y cambié mis chanclas por las botas, pero al cabo de un par de km no podía aguantar la presión que esas botas, que parecían pesar 5 kilos, me causaban en mis pies.
Quería pararme en la primera sombra que viera, y quitarme los calcetines para ver qué demonios tenía en el meñique. Pero mi compañera caminaba sin pausa, y yo no quería quedarme sola. No paramos hasta completada la etapa de 28 km, y al llegar al pueblo todavía caminamos un rato más en busca de un buen restaurante donde comer un buen cocido maragato (un plato típico del pueblo) el cual nos habíamos ganado.
Me senté en la silla, glorioso momento. Me trajeron pan y vino, y un entrante que me parecía lo más exquisito del mundo. Durante el Camino de Santiago, la comida me emocionaba, y más que la comida, el momento de sentarme a comer. Cuando me levanté para ir al baño, ahí estaban otra vez las diabólicas agujetas. Y ahora parecía que eran más agresivas, andaba como un maniquí de plástico. Aun así, el pueblo era precioso, y esa tarde, mi amiga murciana, más otra italiana que conocimos, y yo, nos fuimos de ruta turística. La italiana y la murciana tenían que esperarme constantemente, debido a mi lentitud a causa del dolor.
Por la noche dormí sin ningún problema y a las seis de la mañana estábamos las tres arriba para seguir caminando. Había encontrado amigas, pero poco me durarían. Yo no podía caminar a una velocidad normal, y tampoco quería ser una carga para mis compañeras. Les deseé buen camino, y muy a mi pesar dejé que me adelantarán y vi cómo se perdían en la distancia. No volví a verlas. Lloré silenciosamente sin dejar de andar. Ya estaba otra vez caminando sola con mis pensamientos y mis dolores. Esa mañana directamente no me puse las botas, fui todo el camino con chanclas.
Gente de todas las edades me paraba, y en todos los idiomas me preguntaba si estaba bien. Yo decía que no se preocupasen, que andaba despacio pero llegaría a mi destino. Ese día no conocí a nadie que se convirtiera en mi compañero fijo. Tenía conversaciones con gente, pero al andar tan despacio, era muy difícil coincidir con la misma persona mucho tiempo.
Después de muchos km y muchas horas llegué a mi destino. Fue muy bonito porque llegué la última y toda la gente que me había visto cojear estaba en la terraza tomando cañas o cualquier otra cosa. Me vitorearon y me aplaudieron sorprendidos. Me emocioné mientras sonreía, y me senté con unas australianas, y me pedí una grandiosa cerveza, y luego otra. Fue uno de los mejores momentos de mi viaje.
El albergue era francamente acogedor, los hospitaleros realmente cercanos y agradables. Me sentí como en casa. Me tomé mi tiempo para ducharme, hasta tenían secador de pelo. Después salí a un pequeño recinto con césped que había en frente del albergue, donde hice yoga sobre mi toalla, con el sol de media tarde apunto de ponerse, y la paz reinante que me hacía estar en calma conmigo misma, incluso con mi dolor. Tras mi sesión de yoga, me di un masaje con crema en las piernas, y a continuación llegó el temido momento de observarme los pies. Para mi sorpresa y mi felicidad plena, las ampollas de los dedos gordos se estaban curando bien. Era el meñique lo que me preocupaba, pero por fin, al mirarlo, vi una ampolla enorme. Esto significaba que había localizado el problema, y que por lo tanto lo podía solucionar.
Todo mi meñique era una ampolla. Me lo pinché con el alfiler, pero no salía líquido, qué raro. Así que apreté para que saliera algo, pero solo salió un poco de sangre. Aún así me dejé el hilo dentro como había hecho con las otras ampollas, que estaban desapareciendo. Más tarde fui a cenar al bar del albergue. Esta vez fueron espaguetis a la boloñesa. Los mejores de mi vida. Estuve hablando con un hombre con el pelo largo. Me dijo que me había visto hacer yoga, y que si me gustaba, él era profesor, y algún día podíamos hacer yoga juntos. Fue muy cordial, me encantó la conversación. Recuerdo que él se estaba tomando un vaso de leche caliente con cola-cao, que se le había antojado. Tendría unos 40 y pocos años ¿He mendiconado que yo tengo 26?
Me fui a la cama, me embadurné los pies con vaselina, y me dejé caer. El colchón era cómodo, en la habitación había poca gente, y nadie roncaba.
Me desperté tan temprano que aún era de noche. Mi motivación era tal que incluso me puse las botas. Pero este iba a ser un día muy duro. Para empezar, tardé un rato en situarme y encontrar las flechas amarillas que te indican el camino a seguir, así que di unas cuantas vueltas absurdas. Teniendo en cuenta cómo tenía el meñique, cualquier paso en falso era innecesario y nocivo. Cuando por fin enfilé el tramo correcto, poco tiempo tardé en cambiar de nuevo mis malditas botas por las chanclas, otra vez el dolor del meñique, y la presión maldita. Esa fue la primera vez que me adentré en montaña, después de tanto camino llano y seco. Subir, bajar, bajar, subir. Piedras pequeñas, piedras medianas, piedras grandes, rocas. Saltamontes, moscas, más moscas, más saltamontes. Preciosas vistas. Mucho sol, mucho calor.
Me paré a quitarme ropa, esto era un fastidio, ya que la ropa había que meterla en la mochila, y eso significaba más peso. Me quedé en mangas y pantalones cortos, me puse mi sombrero, me eché protección solar por todas partes. Pero mis calcetines con chanclas prevalecían. Pararse a cambiarse de ropa, o a cualquier cosa, era todo un ritual y, en ocasiones, una gran pérdida de tiempo. Tenías que encontrar una sombra, quitarte la mochila, hacer sitio en ella, quitarte ropa, meterla como quien hace un tétris en la mochila, y ojo, porque según cómo la coloques, puedes ahorrar peso. En fin que me molestaba mucho aquel día tener que pararme a hacer todo eso. Tan pronto hacía calor, como tan pronto refrescaba, así que perdí la cuenta de cuántas veces paré a cambiarme. Y el meñique ahí, dándome por culo (con perdón de la expresión)
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vuelvo a resubir este post porque alguien se está esforzando (o eso creo) para eliminar mis post. A ver qué pasa.