Aprovechando el Año Xacobeo y la llamada Peregrinación y Encuentro de Jóvenes, los sectores más conservadores de la Iglesia Católica, que desarrollan una auténtica cruzada contra los ideales de progreso y modernidad, convirtieron la pasada semana Santiago de Compostela en el escenario de una gran catequesis contra los valores laicos y constitucionales. A la cabeza de ese movimiento involucionista se sitúa el anterior arzobispo de Santiago y actual presidente de la Conferencia Episcopal española, el cardenal Rouco Varela.
Rouco es el ejemplo recalcitrante de un talante impertérrito ante el signo de los tiempos
En abierta contradicción con el Vaticano II, en especial con el documento Gaudium et Spes, que reconoce abiertamente la autonomía de lo temporal, los cardenales Rouco y Cañizares han vuelto a demostrar que no ceden en su intento de poner límites a los legisladores, a los que acusan, unas veces de forma velada y otras explícitamente, de violar la ley natural y de llevar a cabo una auténtica subversión de los principios morales. Lo que subyace a estos planteamientos es la resistencia de la Iglesia a reconocer la aconfesionalidad del Estado y a aceptar el pluralismo político, ideológico y religioso de la sociedad, tal como puso de manifiesto Antonio Cañizares en su reflexión en la iglesia de San Francisco de la capital gallega.
Tal actitud sólo se entiende desde la nostalgia del privilegio, cuando la Iglesia Católica disputaba con éxito al Estado el derecho a definir el bien público. Pero esos tiempos no volverán. Y, por tanto, no estaría de más que la Iglesia repasase la historia y sacase algunas conclusiones. Nos ahorraría así conflictos sociales innecesarios y evitaría graves perjuicios a su venerable institución.
Porque recordar el pasado no es un ejercicio inútil. Sirve para ver la dimensión y la magnitud de los cambios subsiguientes. En efecto, al final de los años cincuenta y principios de los sesenta, un movimiento renovador se extendía por el mundo. El proceso descolonizador estaba en su apogeo, el nuevo Camelot se había instalado en Washington de la mano de JFK, Kruschov y el XX Congreso del PCUS denunciaban los crímenes de Stalin, el SPD alemán realizaba su viraje doctrinal en Bad Godesberg y los principales partidos comunistas europeos se independizaban de Moscú y abrazaban sin reserva la vía democrática.
Pues bien, en ese contexto de fuerte reformismo renovador, la Iglesia Católica, consciente de la necesidad de abordar su propio aggiornamento, convocó el Concilio Vaticano II, en el que decidió abrirse al mundo -no sólo dirigirse a él- y proclamó la autonomía de lo temporal. Todo ello propició el compromiso activo de los católicos con los sectores más desfavorecidos de la sociedad, facilitó un fructífero diálogo entre creyentes y no creyentes y desató un gran entusiasmo entre millones de personas que, particularmente en el Tercer Mundo, se adhirieron a los movimientos católicos progresistas y renovadores. Comparen ustedes la situación descrita con la que hoy atraviesa la Iglesia Católica y tendrán una idea muy aproximada de lo que significó el largo pontificado de Juan Pablo II o las ideas de Ratzinger, que de forma tan entusiasta defendieron Rouco y Cañizares en Santiago.
Incapaz de asumir el irreversible proceso histórico de desacralización de las relaciones sociales -el desencantamiento del mundo, según expresión de Max Weber- ; radicalmente opuesta al marco de modernidad que reside precisamente en la secularización del mundo y en el carácter laico del poder; renuente a aceptar la separación entre el más allá y lo temporal, la jerarquía católica ha reducido la implantación de la Iglesia que, de forma ostensible pierde presencia y autoridad moral en todos los países de nuestro entorno socio-cultural. No mucho más halagüeña es la perspectiva de la Iglesia en el Tercer Mundo, donde la jerarquía desautorizó públicamente a miles de hombres y mujeres realmente comprometidos con los desheredados de la tierra. Hombres como Cámara, Boff, monseñor Romero, Ellacuría, Ernesto Cardenal... fueron denunciados y perseguidos por el Vaticano, una de las razones que explica que la Iglesia pierda millones de fieles en Latinoamérica a favor de los movimientos evangelistas y de las sectas milenaristas. Pero nada de todo esto parece preocupar a Rouco Varela, ejemplo paradigmático de una concepción trasnochada y la expresión recalcitrante de un talante impertérrito ante el signo de los tiempos.